Quiénes somos

Foro Interamericano de Fiscales por una Legalidad Emancipatoria (FISLEM)

La efectiva vigencia de la ley en nuestra región ha sido siempre problemática; no por una vaga referencia a la cultura anómica de las sociedades, o un innato desprecio a la cultura de la legalidad, sino porque el proyecto igualitario que se expresa en la ley siempre ha chocado con una sociedad de privilegios, instalada de un modo sistemático y brutal desde la época colonial, tan resistente a morir como vital para reinventarse y adecuarse a cada época.

La gran mayoría de nuestros pueblos, por el contrario, rara vez han podido alegar esa misma ley en su favor. Para los sectores vulnerables de la sociedad, aún en la actualidad, no tener confianza en la ley y en los tribunales es un acto de racionalidad y experiencia que se ratifica permanentemente. Para algunos, esto es la demostración de que el camino no tiene salida: que la legalidad estatal sólo puede ser opresiva y una herramienta que expande esos privilegios o reprime a quienes luchan por construir una sociedad distinta. Sin embargo, también existe una experiencia instalada en nuestros pueblos de lucha por la legalidad; la esperanza pequeña, de que se pueden conquistar derechos y mantenerlos. Existen, pues, dos historias de la legalidad que hoy nos interpelan y nos presentan opciones claras: o la ley es la herramienta de la perpetuación de los privilegios, o la ley es una herramienta de emancipación de los grupos sociales que verdaderamente luchan por una sociedad en permanente tensión por construir la igualdad y la fraternidad, sin la cuales la libertad se convierte en un ideal sólo disfrutable por algunos. El Estado de Derecho es una necesidad de los débiles, no de los poderosos.

Pero la ley nunca tiene fuerza por sí sola. Son los portadores de los derechos que ella expresa quienes le dan fuerza y vitalidad, en el permanente conflicto de intereses que configura nuestra sociedad. En primer lugar, la ley tendrá fuerza si es sostenida por los mismos movimientos y personas que han logrado que sus intereses sean reconocidos por el Estado con fuerza normativa, con forma de ley, y esa nueva cultura de la legalidad emancipatoria debe ser expandida y alentada por diversas instituciones. Sin embargo, paralela a esta historia de conquistas de derecho por parte de los sectores más vulnerables, existe otra historia: la de las instituciones -incluso aquéllas encargadas de hacer valer la ley constitucional- que desalientan esos logros, aplican sólo algunas leyes y construyen un discurso de legalidad que sólo encubre la protección de privilegios. ¿Cuántas veces lo que ha sido fortaleza en el plano de la lucha social y política, se vuelve ley raquítica y sin fuerza en el juego formal de las instituciones? ¿O en cuantas otras, lo que aparecía claro y preciso en la comprensión de quienes lograron esos derechos, se vuelve ambiguo, confuso, ambivalente en los nuevos discursos judiciales y académicos que se apropian de lo jurídico? La historia de la debilidad de nuestra ley es la historia de la desidia, complicidad, mediocridad o desvarío de las instituciones encargadas de hacer valer la ley; esas instituciones, y no la gente común, son quienes han construido una ley débil, incapaz de imponerse al abuso de poder, cómoda a la hora de convivir con los privilegios, raquítica a la hora de controlar con ella al poder público, de garantizar las libertades y los bienes de todos los habitantes y no sólo de algunos.

Las nuevas democracias que se vienen construyendo en las últimas décadas en nuestra región son testigos de este problema secular. Y, en cierto modo, lo han agravado. Por una parte, los esfuerzos de las propias sociedades han conseguido llevar al máximo plano de reconocimiento legal no sólo los tradicionales derechos fundamentales de la libertad, sino aquéllos que garantizan una vida digna, buena, saludable y llena de posibilidades de trabajo, educación, participación política y creatividad a todos los individuos y grupos sociales, sin exclusión alguna y no sólo reconociendo, sino estimulando su diversidad y pluralidad. Se han ampliado los derechos de modo tal que hoy, en la legislación básica de cualquier Estado americano, se perfila con nitidez una sociedad plural, abierta, igualitaria y solidaria. Incluso la conciencia social sobre esos derechos fundamentales se ha ampliado y fundamentado como nunca en la historia. Los movimientos y grupos sociales -e incluso los individuos- alegan ese reconocimiento constitucional y legal para todos sus reclamos.

Pero, por otro lado, no es paralelo el avance en el funcionamiento de las instituciones estatales encargadas de hacer valer la ley. La administración de justicia sigue siendo un sector del Estado poco dispuesto a volver realidad este gran logro de las democracias de nuestro continente. El sistema judicial, – dejando a salvo ejemplos enormes en contrario- ya sea por falta de visión, desidia burocrática, temor, apego a su carrera y otros miles de motivos fútiles, no está dispuestos a construir la fortaleza de nuestros derechos fundamentales, que se expresan en los bloques de constitucionalidad. Muchos de sus funcionarios prefieren entretenerse en sutilezas, en trámites insustanciales, en los laberintos de un lenguaje incomprensible, en los círculos viciosos de su debilidad, en la oscuridad del formalismo antiguo, antes que prestar su servicio a las normas básicas de nuestra sociedad que gozan de una legalidad indubitable. Hoy le debemos pedir a los jueces que usen su mucha o poca fuerza al servicio de la verdadera legalidad en nuestra región, que no es la de los detalles que trampean los derechos sino las reglas claras que los vuelven efectivos. Y debemos pedirles que no admitan una aplicación selectiva de la ley, de tal manera que cuando ella castiga al vulnerable es ley, cuando restringe derechos mayoritarios es ley, cuando ratifica patrones opresivos es ley, y en todos los casos en que favorece la emancipación es simple aspiración o deseo o exageración de nuestros constituyentes. Una doctrina acostumbrada a esconder esta aplicación selectiva de la ley en una escolástica irrelevante ayuda a consolidar los falsos discursos de legalidad.

En nuestra época, el espacio judicial es un nuevo espacio de lucha política, donde se jugarán el valor de una legalidad emancipatoria o una legalidad selectiva, hipócrita y opresiva, bajo diversas formas temáticas, bajo distintos momentos históricos, bajo distintas formas e intensidades. Y si bien es cierto que serán los propios sujetos sociales los protagonistas de esa lucha y, justamente por ello, se debe favorecer que puedan ingresar al espacio judicial con nuevos instrumentos de acceso a la justicia. Se debe trabajar intensamente en una nueva configuración democrática de lo judicial, en donde las nuevas instituciones deben tomar partido y comprometerse con un nuevo espacio político.

Y una de ellas es el Ministerio Público Fiscal o las Fiscalías, espacio que hoy nos convoca y que en las últimas dos décadas ha adquirido una nueva presencia en nuestra región. Una institución que entre sus mandatos constitucionales tiene el de defender los intereses sociales y velar por la legalidad. Una institución que, desde los rincones del poco protagonismo institucional histórico, se va introduciendo en esta nueva gran pelea por los derechos y, por ello mismo, se ha convertido en una institución apreciada por las élites y sus factores de poder, que buscan ponerla a su servicio o desdibujarla para que se vuelva tonta, inocua, burocrática. Se trata, pues, de tomar la tradición de defensa colectiva y de la legalidad que se encuentra en la historia del Ministerio Público moderno, alejarla de la ideología napoleónica de defensa de la legalidad absolutista, para acercarla a la legalidad de los sectores que la necesitan para consolidar sus luchas emancipatorias. Las opciones no son confusas y cada país y cada momento tiene ejemplos claros y experiencias concretas de cómo se busca neutralizar a esta naciente institución, que poco a poco toma densidad y poder en nuestra región. Cuando los Ministerios Públicos Fiscales han intentado transformar su orientación para ponerse al servicio de los derechos fundamentales, las reacciones han sido brutales para evitar, precisamente, esta nueva institucionalidad.

Este Foro busca convocar a todos los que han sido funcionarios del Ministerio Público Fiscal, a quienes tienen interés en él o que se encuentran dando esta pelea al interior de estas instituciones, para que construyamos un espacio colectivo de estudio, reflexión, acción, apoyo, esclarecimiento, denuncia e innovación. Es una convocatoria a quienes ven claras estas opciones, pese a las dudas, temores e indeterminaciones que aún existen, porque son conscientes de que lo que se encuentra en juego es la base misma del sentido de la legalidad. Asimismo, se encuentra en juego la legitimidad de nuestras democracias constitucionales que. con sus debilidades y promesas de inclusión aun incumplidas, son mucho más el resultado de la construcción colectiva de las mayorías vulnerables, que de las élites privilegiadas. Si logramos que quienes dirigen y trabajan en el Ministerio Público fiscal -o quienes aspiren a hacerlo- adviertan la tarea política pendiente, se dará un paso importante en consolidar una visión constitucional de nuestras democracias.

Claudia Paz y Paz (Guatemala), Alejandra Gils Carbó (Argentina), Geraldo Prado (Brasil), Alberto Binder (Argentina), Luis Ramírez García (Guatemala), Ricardo Nissen (Argentina), Mariana Mota (Uruguay), Víctor Abramovich (Argentina), Ramiro Ávila (Ecuador), Reynaldo Imaña (Bolivia)